lunes, 1 de diciembre de 2008

Sócrates partero

Hace algunos años me encontré con esta descripción de las actividades del gran filósofo Sócrates. Se trata del capítulo 10 del libro "El ojo dindymenio", del escritor cubano Daniel Chavarría. Me gustó tanto que lo he leído a estudiantes en muchos de mis cursos. Aquí lo transcribo esperando lo encuentren interesante:

"En una ocasión, el demonio personal de Sócrates le dijo que aprendiera el arte de su madre para ser más sabio cada día y hacer mejores a los hombres.
¡Por el perro! ¿Cómo podía hacerse más sabio un hombre aprendiendo el oficio de las mujeres? Por mucho tiempo Sócrates buscó en vano un sentido al enigma.
La respuesta llegó un día al salir del mercado. Detenido al pie del templo de Hefestos, se puso a oir a un pitagórico que, en medio de varios discursos, demostraba un teorema trazando líneas en el suelo.
Concluida la demostración, Sóctrates emprendió la marcha, seguido por un esclavo de su padre.
Cuando iniciaban el ascenso por la cuesta de los Odres, el esclavo comentó que nunca entendía lo que decían los geómetras.
Sócrates tuvo la certidumbre opuesta; el muchacho conocía perfectamente lo que acababa de demostrar el pitagórico, pero creía ignorarlo, al revés de lo que creían los falsos sabios de sí mismos.
Eran distintas ignorancias.
En ese instante vio un relámpago en el cielo diurno. No tuvo dudas: un mensaje de lo eterno llegaba a su alma.
Se detuvo. Dio unos pasos con los brazos en jarras mordiéndose los labios. También se detuvo el esclavo y se quedó aguardándolo intrigado.
-Deja la carga misio- le dijo de pronto y se acuclilló con el manto apretado entre las rodillas, para alisar la tierra en un plano de la cuesta. -Busca una vara y ven aquí- ordenó sin mirarlo.
El misio, complacido por el descanso inesperado, consiguió un gajo de mimbre seco que Sócrates recortó. Luego le hizo punta con los dientes.
-Dibuja aquí una raya bien derecha, que tenga el largo de un pie tuyo -dijo Sócrates, entregándole el gajo.
El esclavo estampó su huella, se agachó, trazó la raya y borró el resto.
Sócrates asintió y le pidió otra raya contigua pero con el largo de dos pies; y cuando el esclavo lo hubo dibujado, le hizo la pregunta:
-¿Cuántas veces cabe la línea pequeña en la mayor?
-Dos veces -dijo el esclavo, sonriendo ante la seriedad con la que Sócrates hacía una pregunta tan tonta.
-Muy bien misio -dijo Sócrates-. Ahora, encima de la corta dibuja tres líneas más, también de un pie, para formar un cuadrado. ¿Has entendido?
-Sí, he entendido, oh, hijo de Sofronisco -dijo el esclavo, y se agachó a dibujarlas.
Varios transeúntes y puesteros vecinos, al ver al esclavo midiéndose los pies sobre el suelo y a Sócrates observándolo acuclillado, se detuvieron a curiosear.
Un remendón cargado con una ristra de sandalias sobre el hombro, preguntó socarrón:
-¿Te has metido a pitagórico, excelente Sócrates?
-No, Orestes -se le ocurrió responder- me he metido a partero como mi madre.
Varios circunstantes se hecharon a reír.
-¿Y quién va a parir? ¿El misio ese?
-¡Claro! -respndió Taltibia la verdulera-. Va a parir dos pulgas por el culo.
Así siguieron con pullas y chocarrerías. Sócrates permaneció serio. Tenía conciencia de haber iniciado su primer parto de saber natural: de esos conocimientos no aprendidos, sino instalados por los Dioses Inmortales en el alma de los hombres.
Cuando el esclavo terminó su cuadrado, Sócrates se puso de pie y lo hizo girar hasta quedar de espaldas al dibujo.
-Piensa sin darte prisa. Si contestas bien a mi pregunta ganarás un hemióbolo; pero si te equivocas haré que mi padre de deje sin comida.
Taltibia comentó:
-Si tanto lo amenazas, puede abortar.
Hasta el propio Sócrates soltó una carcajada.
-Pónme atención -dijo por fin; y los del corro oyeron la pregunta como si mucho les fuera en ella-: Imagínate un segundo cuadrado construido sobre la línea que es el doble de la otra. ¿Sería ese cuadrado el doble del que tú hiciste?
El esclavo alzó la cabeza hacia la Acrópolis y cerró los ojos como para invocar a las divinidades residentes.
Sócrates arqueó las cejas y se llevó el índice a los labios para que los del corro no soplaran la respuesta. Muchos contemplaban el trazado o componían figuras con los dedos. Otros se cuchicheaban respuestas al oído.
-Sería más grande que el doble -dijo el misio.
-¿Cuántas veces más grande? -preguntó Sócrates.
-Cuatro veces -dijo el esclavo con temor.
Varios aplaudieron. Sócrates sonrió y al punto le dio un óbolo completo que el misio se echó a la boca.
-Y si los dos cuadrados estuvieran medidos con mis pies, que son más grandes que los tuyos...?
-También serían cuatro -se adelantó la verdulera.
-¿Y si fuera con los pies del Peleida Aquiles?
-¡Cuatro veces! -gritaron voces al unísono.
-¿Podemos decir entonces -preguntó Sócrates-, que siempre que una línea sea el doble de otra, el cuadrado construído sobre ella será el cuádruple del otro.
-¡Sí! -corearon alegremente esclavos y hombres libres.
-Y ahora -dijo Sócrates-, a todos os pregunto: ¿Acaso puse yo algún conocimiento que no estuviera ya en la cabeza de este misio o en las vuestras?
-No -respondió un vendedor de escobas-: pero nos pusiste a pensar con tus preguntas.
-¿Y me has oído dar alguna respuesta?
-No, en verdad.
-¿Podríamos decir entonces que sólo ayudé a este esclavo a sacar conocimientos que ya estaban en él?
-Así fue, ¡Por Heracles!
-Entonces, ¿Puedo afirmar desde hoy que soy partero de almas, como lo es de vientres mi madre Fenareta?
Rió el pueblo de Atenas.
¡Qué ocurrente el hijo de Sofronisco, el escultor!

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