domingo, 10 de mayo de 2009

EINSTEIN Y LA REVOLUCIÓN EN CIENCIAS DE LA TIERRA

Por muy amplia que sea la cultura científica
de un investigador, los campos de la Ciencia
no son ilimitados

Debía de correr el año 1964. Tras completar con no pocos apuros el Curso Selectivo, yo acababa de aterrizar en Geológicas de la Complutense

Así que me leí de pe a pa las ideas de Hapgood. Que, en resumen, venían a decir que los casquetes de hielo, al no estar perfectamente centrados respecto al eje de rotación, producían una fuerza centrífuga que terminaba por desplazar toda la corteza terrestre (así, en una pieza) respecto al interior del planeta.

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Debía de correr el año 1964. Tras completar con no pocos apuros el Curso Selectivo, por entonces la puerta obligatoria de acceso a las carreras de Ciencias, yo acababa de aterrizar en Geológicas de la Complutense. Pero aunque el Selectivo estaba diseñado para orientar vocaciones, recuerdo que la mía era una especie de nebulosa, en la que los rechazos habían pesado más que cualquier atracción. En suma, era el prototipo de universitario despistado.

Sin embargo, entusiasmo no me faltaba. Entre los proyectos que me forjé estaba ni más ni menos que el de leerme todos los libros de la biblioteca de la Facultad. Ésta ocupaba un pequeño local con unos 30 asientos, gestionado con autoridad por un paternal conserje que incluso nos orientaba sobre las lecturas más eficaces para mejor lidiar con las manías de los profesores. Pero sobre todo, la biblioteca era una selva llena de misterios científicos. El libre acceso era un sistema entonces desconocido en la Universidad española, de forma que teníamos que conformarnos con mirar los lomos de los libros a través de los cristales de las vitrinas.
No puedo decir por qué comencé mi titánica tarea por el Hapgood. Su lomo, de un verde descolorido, no me parece ahora especialmente atractivo. Su título, en cambio (“La corteza terrestre se desplaza”, 1958), tenía gancho. Me apresuro a aclarar que por aquélla época yo no tenía la menor idea de quién había sido Alfred Wegener, y muchísimo menos de que sus ideas básicas estaban a punto de triunfar en lo que sería el momento cumbre de la historia de la Geología. Pedí el libro con la curiosidad de quien llega a un país desconocido.

En seguida descubrí que Charles H. Hapgood, un oscuro profesor de una escuela de Magisterio del Medio Oeste americano, tenía un as en la manga: el libro estaba prologado ni más ni menos que por Albert Einstein. También se reproducían, además, dos cartas del físico alemán, que respondían a otras del autor pidiéndole orientación (e, indirectamente, apoyo) para sus ideas. Como teórico aspirante a científico, el nombre del sabio de Ulm me deslumbró. Pensé: si Einstein está de acuerdo, esto no puede ser erróneo. No se me ocurrió (no podía ocurrírseme entonces) que por muy amplia que sea la cultura científica de un investigador, los campos de la Ciencia no son ilimitados, sino que están parcelados por espinosas barreras cuya trasposición nos deja inermes, faltos de las claves que nos permiten caminar seguros por nuestra propia especialidad.

Así que me leí de pe a pa las ideas de Hapgood. Que, en resumen, venían a decir que los casquetes de hielo, al no estar perfectamente centrados respecto al eje de rotación, producían una fuerza centrífuga que terminaba por desplazar toda la corteza terrestre (así, en una pieza) respecto al interior del planeta. La principal virtud de esta teoría era la explicación de parte de las anomalías paleoclimáticas;
su más gigantesco escollo, la casi evidente impotencia de la fuerza aducida para explicar la magnitud del efecto propuesto. Vista con la perspectiva actual, esta obra se puede inscribir en los movimientos inquietos que se producen poco antes de un cambio de paradigma: nuevos datos empiezan a chirriar, hasta que su acumulación desemboca en una revolución científica. Pero para que ésta se produzca es necesario que algunos tipos listos sepan buscar una nueva armonía entre los crecientes chirridos, y a Charles Hapgood le faltaban muchos instrumentos.

¿Cuál había sido la actitud de Einstein ante las ideas de éste? Excepcionalmente buena, según declaraba en el preámbulo, donde decía haberse entusiasmado ante la primera carta del geólogo. Calificaba la teoría de original e importante, y agradecía que estuviese expuesta con sencillez. Continuaba con una glosa de sus puntos esenciales, que partían de las evidentes anomalías paleoclimáticas y
se centraban en la propuesta de los desplazamientos centrífugos de la corteza. Esta parte concluía con una frase contundente: “Creo que esta idea sorprendente, y aun fascinante, merece la seria atención de quienquiera que se interese en la teoría del desplazamiento de la Tierra”.

Pero quedaba una reserva. En el último párrafo, Einstein incluía “una observación que se me ha ocurrido mientras escribía estas líneas”, y que “podría comprobarse”: si toda la corteza terrestre se desplazaba movida por la simple asimetría de los casquetes de hielo respecto al eje de rotación, la distribución de las rocas de la corteza debería ser totalmente simétrica respecto al mismo, ya que en caso contrario produciría fuerzas centrífugas mucho mayores que el hielo. Con esta matización, el físico destruía prácticamente la teoría del geólogo, ya que basta con examinar un mapamundi para ver que tal simetría no existe. Por tanto, el apoyo de Einstein a la nueva idea era hasta cierto punto contradictorio, y ahora me hace preguntarme sobre las causas de que el sabio alemán no siguiese su prudente línea de conducta habitual (“sólo pocas veces las ideas que recibo tienen valor científico”). Es arriesgado caminar sobre terrenos desconocidos, pero probablemente en esta etapa final de su vida Einstein estaba fatigado de su largo y vano esfuerzo por encontrar una teoría que unificase la relatividad con las ideas cuánticas y era más propenso a distracciones colaterales.

Al cabo de 41 años, releo el Hapgood (que ya ha pasado al depósito de ejemplares antiguos de la moderna biblioteca de mi Facultad) con evidente nostalgia (mi proyecto de lectura total nunca pasó de este libro) y también con una simpatía algo triste por la suerte del autor. Si hubiese esperado tan solo cinco o seis años, hubiese tenido acceso a los datos que desembocaron en la nueva Geología Global.

Entonces podría haber explicado, a partir de un proceso físico también relativamente simple (la convección térmica del interior terrestre) no sólo las anomalías paleoclimáticas, sino el conjunto de la geología del planeta: desde la historia de los continentes y los océanos hasta la evolución de la vida, pasando por la distribución de los recursos naturales. Algo no tan espectacular como las teorías relativistas, pero igualmente revolucionario.

A pesar de que esta explosión de Ciencia se estaba cociendo ya en mis tiempos de estudiante, yo no pude conocerla hasta años después de acabar mi Licenciatura: mis catedráticos no frecuentaban la biblioteca, y siguieron apegados al dogma de una Tierra inmóvil hasta más allá de lo razonable. Nunca les he perdonado que me hurtasen el momento más candente de la historia de las Ciencias de la Tierra, cuando en las facultades de Geología de todos los países avanzados se celebraban, sobre estas nuevas ideas, acalorados debates que alcanzaban tonos asamblearios de revolución política. ¿Qué habría pensado Albert Einstein de haber vivido esta época? No tengo ninguna duda de que se habría entusiasmado con la Nueva Geología. Porque, como dijo en una ocasión, si él llegó a realizar sus descubrimientos fue porque se atrevió a desafiar un axioma.


Por: Francisco Anguita
Profesor Titular de Paleontología de la Facultad de Ciencias Geológicas
de la Universidad Complutense de Madrid
"14 miradas sobre ALBERT EINSTEIN"

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